sábado, 18 de febrero de 2012

Que los ruidos te perforen los dientes,
como una lima de dentista,

y la memoria se te llene de herrumbre,

de olores descompuestos y de palabras rotas.

Que te crezca, en cada uno de los poros,

una pata de araña;

que sólo puedas alimentarte de barajas usadas

y que el sueño te reduzca, como una aplanadora,

al espesor de tu retrato.

Que al salir a la calle,

hasta los faroles te corran a patadas;

que un fanatismo irresistible te obligue a prosternarte

ante los tachos de basura

y que todos los habitantes de la ciudad

te confundan con un madero.

Que cuando quieras decir: "Mi amor",

digas: "Pescado frito";

que tus manos intenten estrangularte a cada rato,

y que en vez de tirar el cigarrillo,

seas tú el que te arrojes en las salivaderas.

Que tu mujer te engañe hasta con los buzones;

que al acostarse junto a ti,

se metamorfosee en sanguijuela,

y que después de parir un cuervo,

alumbre una llave inglesa.

Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto,

para que los espejos, al mirarte,

se suiciden de repugnancia;

que tu único entretenimiento consista en instalarte

en la sala de espera de los dentistas,

disfrazado de cocodrilo,

y que te enamores, tan locamente,

de una caja de hierro,

que no puedas dejar, ni por un solo instante,

de lamerle la cerradura.



Oliverio Girondo

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